María, madre de Jesús. Òleo sobre lienzo de Carlo Dolci (1670 aprox.), Cantor Arts Center, Stanford, California

(Mc 3, 20-35)

Regresó a casa y se reunió mucha gente, al punto que no le dejaban tiempo ni para comer. Lo necesitan y Él no puede dejar de atenderlos, aunque sus obras buenas levantan críticas contra Él. Hay doctores de la ley que han sido enviados por las autoridades de Jerusalén para espiarlo. Lo ven como un peligro para sus instituciones. Pero lo que más sorprende es que hay también parientes suyos que lo ven con una mezcla de compasión y desprecio y dicen que ha perdido el juicio. Se quedan fuera de casa; la multitud de los pobres está dentro. En el cuadro de la narración aparece clara la contraposición entre los sabios de este mundo y los sencillos. Entre éstos últimos, que escuchan la Palabra, Jesús hallará a sus verdaderos parientes, su verdadera familia.

Quedan expuestos en el pasaje los motivos por los cuales condenarán a Jesús y los diversos comportamientos que se tienen con Él: o es un loco y hay que llevárselo, o es un falso profeta y hay que condenarlo, o un blasfemo y es reo de muerte, o un endemoniado y hay que huir de Él. Porque si es justo y veraz, no queda sino creer en Él y seguirlo.

Con muy mala fe, los expertos en religión venidos de la capital difunden entre la gente que Jesús es un agente de Satanás, cuando no podía ser más evidente que estaba en abierta lucha contra él. Jesús los increpa severamente, les hace ver que incurren en el único pecado imperdonable. Calumniarlo de esa manera es insultar al Espíritu Santo, que es el que lo mueve a obrar con el mismo amor salvador, con que Dios actúa.

Afirmar que el espíritu de Satán, espíritu de odio y de violencia, es el que le mueve, es negar con mala fe la evidencia e insultar al Espíritu Santo. Este comportamiento malintencionado, que no es un hecho aislado sino una actitud corrompida, les hace optar obstinadamente contra la verdad por secretas intenciones, cerrar toda posibilidad de cambio y, por ello, toda posibilidad de recibir el perdón. Simplemente no reconocen que hacen mal, niegan tener necesidad de perdón, impiden al Espíritu su obra liberadora.

La misericordia de Dios no tiene límites, pero quien se niega deliberadamente a aceptar la salvación y el perdón que Dios le ofrece, transita un camino de oscuridad que conduce a la perdición. Ésta puede producirse no porque el Señor no pueda perdonarlo, todo lo contrario, sino porque la persona misma se cierra a la gracia que se le ofrece. Obrando así insulta al Espíritu Santo porque rechaza como inútiles sus inspiraciones a la conversión (cf. Jn 16, 8-9) y a la acción de su amor que cambia los corazones.

Llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose afuera, lo mandaron llamar… Jesús recibe el aviso: ¡Oye! Tu madre y tus hermanos están afuera y te buscan. No se dice el nombre de su madre ni de sus hermanos. Tienen aquí una función representativa, son los que están vinculados a Él por lazos de consanguinidad, la comunidad de la que procede, en la que se ha criado.

Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió: Estos son mi madre y mis hermanos. Antes, en el pasaje de la curación del hombre de la mano seca, Jesús echó una mirada de ira a los insinceros que lo rodeaban. Ahora mira a su alrededor con amor porque es la gente sencilla que forman su círculo, su familia.

Se pertenece a ese grupo si se da el paso hacia adhesión cálida y profunda a su persona. Entonces, se aprende de Él a hacer de la voluntad de Dios la norma de su propio obrar. Y se entra a formar parte de la auténtica familia del Señor: Estos son mi madre y mis hermanos. Se puede estar dentro o estar fuera. Puede uno estar relacionado con Cristo por vínculos sociales o culturales, ser contado incluso entre los que llevan su nombre, cristianos, pero no tener su rasgo más saltante: su pasión por hacer en todo la voluntad del Padre. Esta posibilidad está abierta a todos, pues a todos llega la misericordia de Dios en Jesús. No es privilegio de unos cuantos. Se entra al grupo de su familia mediante la escucha obediente de su palabra.

Hay quienes utilizan este texto sobre los parientes de Jesús para atacar el culto que los católicos damos a María. Lo que admiramos en ella y es motivo de nuestra veneración es precisamente su fe: María es modelo de creyente y figura de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento.

Ella es bienaventurada porque escucha la Palabra y le da su asentimiento para que se encarne en su seno por obra del Espíritu Santo. Lo importante, pues, es pasar como María de un parentesco físico al parentesco “según el Espíritu”, fundado en la escucha de la palabra: “Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu” (2 Cor 5,16).