Lc 18, 9 – 14

La parábola, como el mismo texto de San Lucas lo señala, va dirigida a todos aquellos que “estaban convencidos de estar a bien con Dios y despreciaban a los demás”.

La escena se desarrolla en el templo de Jerusalén, probablemente a la hora de la oración, las tres de la tarde. El templo era el lugar santo por excelencia, en donde los judíos experimentaban la protección de Dios. Pero esta devoción al templo se desvió desde sus inicios, por dar origen a la idea de un Dios inmóvil, al que se le puede ganar con favores. Por eso los profetas mantuvieron una fuerte crítica a este tipo de religión: “Escuchen, judíos, la palabra del Señor -dice Jeremías-: Enmienden su conducta y sus acciones, y habitaré con ustedes en este lugar…Roban, matan, cometen adulterio… ¿y después entran a presentarse ante mí en este templo… y dicen: ‘Estamos salvados’? ¿Creen que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre? (Jer 7, 1-11).

Los personajes de la parábola son dos: un miembro de la secta de los fariseos que pensaban asegurarse la salvación con su propio esfuerzo por lograr una observancia estricta de la ley; y un publicano, dedicado al oficio odioso de recaudar impuestos para los romanos.

El fariseo, puesto de pie, ora a Dios alabándose a sí mismo. Enumera sus buenas obras y no pide nada. Se declara superior a los «pecadores», y desprecia al publicano que está detrás, juzgándolo de ladrón y estafador. Toda su oración consiste en demostrarle a Dios que sus buenas obras van más de lo que pide la ley porque ayuna dos veces por semana, mientras la ley prescribe sólo un día de ayuno anual (el día de la expiación), y paga el diezmo no sólo de las mercancías sometidas a esta ley (el grano, el vino y el aceite) sino de todas sus posesiones. Pretende aparecer con un extraordinario espíritu de sacrificio, pero no cae en la cuenta de que, al mismo tiempo, hace algo inaceptable a los ojos de Dios: condena al publicano, se cree santo pero desprecia a su prójimo. En realidad, no espera nada de Dios.

El publicano, en cambio, se mantiene a distancia y ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo. Pesa sobre él la exclusión social de que es objeto, y no sin razón. Los impuestos (sobre el suelo y per capita) que las naciones conquistadas debían pagar a Roma eran cobrados por funcionarios que, generalmente, arrendaban su puesto al que más ofrecía. El publicano que obtenía así la mesa de los impuestos, cobraba para su bolsillo. Las tarifas estaban establecidas por ley, pero los publicanos, mediante artimañas, extorsionaban y estafaban al público. Por eso eran tenidos por ladrones y las personas decentes los evitaban. Además se les consideraba incapaces de obtener el perdón de Dios, porque para ello tenían que restituir los bienes que habían obtenido estafando a la gente, más una quinta parte, tarea imposible de cumplir por trabajar siempre con público diferente. ¿Cómo podían saber a quién habían robado? Por todo esto la situación del publicano de la parábola y la de su familia es de hecho desesperada. Y no sólo su situación, sino también su petición de misericordia es desesperada.

La parábola tuvo que ser para los primeros oyentes totalmente desconcertante e  incomprensible, sobre todo por la conclusión que saca Jesús: que el publicano volvió a su casa reconciliado con Dios, y el fariseo no. Los oyentes de Jesús no podían dejar de pensar: ¿Qué de malo ha hecho el fariseo, que ayuna, da limosna y da gracias a Dios? Y el publicano, ¿qué ha hecho para reparar su culpa?, ¿puede acaso un hombre como él salir justificado del templo simplemente por haber reconocido su culpa ante Dios?

Jesús no responde directamente a estos pensamientos, se limita a hacerles entender que así es como juzga Dios. Él escucha las súplicas del oprimido y está con los excluidos. El publicano ha empleado en su oración las primeras palabras del salmo 51: «Dios mío, ten compasión de mí», añadiendo «porque soy un pecador». Pero los judíos oyentes de Jesús debían recordar que en el mismo salmo 51 se dice: «El sacrificio que agrada a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado tú, oh Dios, no lo desprecias». Por tanto, así es Dios, viene a decir Jesús. Dios acoge y perdona al pecador desesperado y rechaza al que se cree justo y ni siquiera pide perdón. La misericordia de Dios con los que tienen el corazón quebrantado (roto) es ilimitada. Tienen razón Jesús, por tanto, para acercarse a los perdidos y buscar a los que necesitan salvación.

Y en esto radica el mensaje central de la parábola: en la nueva idea de Dios, que Jesús propone, diametralmente opuesta a la que los fariseos transmiten. Jesús proclama la misericordia como atributo esencial del Dios-Amor y como valor fundamental del reino de Dios que sus oyentes deben encarnar en sus vidas: “Sean misericordiosos como su Padre celestial es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados” (Lc 6,36-37).

Nos toca, pues, aceptar la llamada a la humildad que el mensaje de Jesús contiene. Es la llamada a la aceptación sincera de lo que somos (“andar en la verdad” de nosotros mismos”), a reconocer la igualdad esencial de todos los hijos e hijas de Dios, y a luchar para que desaparezcan en nuestra sociedad y en la Iglesia las diversas formas de fariseísmo, de exclusión y de discriminación que aún existen.