Mateo 24, 37-44

Empieza el Adviento, un nuevo año litúrgico, y el Evangelio nos trasmite una virtud característica del adviento, la esperanza. Y la pone de relieve subrayando algunas actitudes de gentes descuidadas que no tienen en su horizonte el acontecimiento que se nos echa encima: “la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que llegó el diluvio”.

Y después señala la suerte diferente que correrán personas que aparentemente estaban juntas a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán. Y al final se nos habla de la incertidumbre del cuándo ocurrirá el acontecimiento.

Todo esto lleva consigo la virtud de la esperanza, tan significada en el Adviento. La esperanza debe tener la certeza del acontecimiento; algo maravilloso va a ocurrir, que es la venida del Hijo del Hombre. Esta venida del fin de los tiempos, que es recordada en cada Adviento, a propósito de nuestra preparación de la Navidad. Es certeza de que va a ocurrir algo y ese algo es maravilloso; es el encuentro con el Señor.

Y por la certeza de la llegada de ese acontecimiento, se tiene una actitud vigilante y gozosa; actitud vigilante que significa poner los ojos en ese bello futuro, y no estar en el día a día, simplemente entretenido y distraído con los quehaceres mundanos y rutinarios. El que está vigilante mira más allá de estos acontecimientos en los que muchos quedan absorbidos. Mirar más allá, es otro de los componentes que tiene esta virtud de la esperanza cristiana. Y eso lleva naturalmente a “descubrir el valor de los bienes eternos y a poner en ellos nuestro corazón”, como nos dicen varias veces las oraciones litúrgicas de estas misas de Adviento.

Y hay otro elemento más en esta espera de la que nos habla el Evangelio, y es otro elemento que debe tener la esperanza: la incertidumbre del tiempo en que llega el encuentro con Jesús. Ese encuentro definitivo, del cual la Navidad es un toque de alerta. La esperanza cristiana no espera a plazo fijo, porque no sabemos ni el día ni la hora. Es verdad que la espera de la Navidad sí es espera con tiempo determinado. Pero la espera de esa otra venida no tiene fecha; será a la hora que menos pensemos. La esperanza por tanto supone fortaleza y constancia. No cansarse nunca en esta mirada al futuro, en este superar la monotonía de la vida rutinaria. Estar siempre firmes, no decaer, mantener la energía a pesar de las dificultades de la vida.

Y otro elemento de la esperanza es el gozo. No se trata de temer la venida de Dios. El que es poseído por el miedo no tiene esperanza, sino desesperación. Esperar es estar alegres (una alegría anticipada) porque ya se goza de eso maravilloso que nos va a ocurrir. El gozo es un componente esencial de una vida verdaderamente cristiana.

Y para que esta alegría sea auténtica, y no postiza, hay que apoyarla en algo real, verdadero y firme: que es Jesucristo. Solo en Él hay verdadero, real y firme gozo. Para muchos la alegría se sustenta en cosas transitorias e inconsistentes; en sucesos que están vacíos por dentro. Y esto ocurre mucho en Navidad, se fabrican muchas veces alegrías ficticias, sucesos camuflados de gozo. Hay una tendencia equivocada de buscar la alegría en el placer. Y la Navidad se ha rodeado de tantos elementos postizos, elementos falsos que sustituyen a Jesús, por decorados de ficción. Se fabrica un sueño irreal, y se pierde el verdadero sentido del gran acontecimiento, el Nacimiento del Hijo de Dios.

La esperanza cristiana se basa en algo real, maravilloso e inigualable: la venida del Hijo de Dios a cuyo encuentro se dirigen nuestras vidas. Y la Navidad, nos hace tener presente ese momento. La Navidad nos proporciona alegría por recordarnos el amor de Dios: “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Único”. Y además nos hace tener presente esa otra venida, en que seremos nosotros los que nazcamos a una vida nueva, cuando nos encontremos con El, de verdad, no ya en esa escenificación hermosa de los “Nacimientos”.