DOMINGO XXXII
del Tiempo Ordinario

Marcos 12, 38-44

Jesús está a la puerta del templo, donde estaba el lugar en que los israelitas depositaban sus ofrendas a Dios, sus ofrendas para el Templo, y para los sacerdotes. Jesús observa no sólo la cantidad sino la calidad de las limosnas: observaba la mano que depositaba la limosna y el corazón de donde salía esa misma limosna. En un momento ve a una pobre viuda que busca y rebusca en sus pobres bolsillos, y decide echar todo lo que ha encontrado para Dios. Jesús queda admirado de la generosidad de la pobre. En cambio no le sorprende la abundancia de la limosna que depositan algunos ricos.

El diezmo era una norma establecida por Dios desde el Antiguo Testamento y que quería significar que todos los bienes de la tierra pertenecen a Dios; y que por eso el buen israelita debía reconocerlo, dándole a Dios el diezmo de todo lo que cosechara. Y los israelitas en general lo practicaban con bastante cuidado.

«El diezmo entero de la tierra, tanto de las semillas de la tierra como de los frutos de los árboles, es de Yahvé; es cosa sagrada que pertenece a Yahvé. Si alguno quiere rescatar parte de su diezmo, añadirá un quinto de su valor. Todo diezmo de ganado mayor o menor, es decir, una de cada diez cabezas que pasan bajo el cayado, será cosa sagrada de Yahvé. No se escogerá entre animal bueno o malo, ni se le podrá sustituir; y si se hace cambio, tanto el animal permutado como su sustituto serán cosas sagradas; no podrán ser rescatados.» (Lev 27, 30-33).

Así que el diezmo, lo que llamaríamos ahora la limosna en la Iglesia, tiene un carácter sagrado. Es la toma de conciencia de que los bienes materiales, aunque también provengan de nuestro esfuerzo, de nuestro trabajo y de nuestro ingenio, son cosa de Dios, y lo reconocemos dando a Dios una parte de eso que recibimos de El.

Naturalmente que también consideramos como dado a Dios cualquier donación que hacemos a favor de nuestros hermanos, cualquier obra de bien; porque el Señor mismo nos dice que “cuanto hicimos por un hermano necesitado, lo hicimos con El”. Y de hecho se interpretaba así igualmente en muchos casos en el Antiguo Testamento. Pero de todas formas había un especial cuidado en hacer donación al Templo, para el servicio de Dios mismo.

¿Tenemos conciencia de que la donación de parte de nuestros bienes es una obligación religiosa? Tampoco tenemos un concepto claro de lo que significa la propiedad individual de los bienes. De hecho la propiedad individual está normada por la Ley de Dios: hay un buen uso de los bienes y un mal uso; lo cual quiere decir que no podemos usar de nuestra propiedad al propio capricho, o sea que no somos dueños tan absolutos de nuestros bienes, como podríamos pensar.

Es necesario volver a subrayar esto: que los bienes que tenemos, que en última instancia vienen de Dios, debemos utilizarlos de acuerdo a la voluntad de Dios; y que una parte de esos bienes deben ser dados a Dios, o en ayuda al prójimo, o en ayuda al sostenimiento de la obra de Dios, la Iglesia.

Así que una parte de los bienes que tenemos deberíamos dárselos a Dios: en el templo o en el necesitado. Las donaciones al templo deben ser una manifestación de nuestro agradecimiento a Dios. Tienen en primer lugar un carácter sagrado. Y por eso la “colecta” en la Misa se hace en el momento en que el sacerdote ofrece el pan y el vino, que serán después consagrados. Muchas veces las personas han reducido su aporte en el templo al carácter de limosna; limosna, o sea algo que no es propiamente debido, sino algo de lo que me desprendo, simplemente porque quiero; no tenemos el sentido de deuda con Dios. Y por eso nuestras “limosnas” a la hora de la colecta en el templo son tan exiguas.

Si pintásemos la escena que narra el Evangelio de hoy, pero situada en alguna de nuestras Iglesias, esta escena estaría narrada así: Jesús desde el altar estaba viendo lo que echaban cada uno de los fieles en el momento de la colecta; y veía a uno elegantemente vestido que rebuscaba en su bolsillo, y si le salía una moneda grande, la volvía a guardar, para buscar una más pequeña; vería a otro que miraba al techo en el momento en que le ponían la bolsa de la colecta delante de su vista, para que pasasen de largo. Otros que generosamente ponían algo más grande para el Señor; vería a otros que le daban a su hijito pequeño unas moneditas, para que él las echara, porque a ellos mismos les daba vergüenza echar tan poca cosa. Y ¿qué comentario haría el Señor al ver estas escenas? Cada uno lo puede imaginar. Quizá el Señor podría decirnos en ese momento: “con la misma medida (o con la misma moneda) que midiereis seréis medidos; dad y se os dará”